Como un matiz del efecto Pigmalión, del que se daba cuenta en el artículo anterior,
se encuentra su extensión, efecto de halo,
hacia otro aspecto del rendimiento escolar como es la evaluación del alumnado. Sin
ánimo de generalizar, relativizando siempre los resultados estadísticos
obtenidos de cuestionarios al respecto, cuando se pregunta al profesorado por
los procedimientos utilizados para evaluar al alumnado, mayoritaria y
principalmente responde “a través de los exámenes”, en consonancia con lo
observado por muchos autores, entre ellos Zaragoza (2003)[1] que
en palabras textuales manifiesta, Hay que hacer notar la absoluta preponderancia,
en la praxis evaluativa que se lleva a cabo en nuestros centros docentes, de las pruebas de papel y lápiz,
entendidas como aquellas en las que el alumno tiene que contestar por escrito
las cuestiones que señala el profesor.
Nada que objetar a la existencia de
exámenes, pero, por un lado, la normativa vigente exacerba su uso hasta límites
poco justificables, a imitación de los paradigmas educativos anglosajones de
orientación neoliberal, y por otro, la mayoría de exámenes, sean reválidas para
todo el territorio, o los diseñados por cada profesor en su materia
(quincenales, mensuales, trimestrales o finales) tienen, por lo general, un
formato único para todo tipo de alumnos, que finalmente determina una notación,
cada vez más numérica y menos cualitativa, de la que se da cuenta al alumno, a
su familia o a ambos.