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lunes, 9 de mayo de 2016

ACTITUDES DEL PROFESORADO Y EVALUACIÓN DEL ALUMNADO



Como un matiz del efecto Pigmalión, del que se daba cuenta en el artículo anterior, se encuentra su extensión, efecto de halo, hacia otro aspecto del rendimiento escolar como es la evaluación del alumnado. Sin ánimo de generalizar, relativizando siempre los resultados estadísticos obtenidos de cuestionarios al respecto, cuando se pregunta al profesorado por los procedimientos utilizados para evaluar al alumnado, mayoritaria y principalmente responde “a través de los exámenes”, en consonancia con lo observado por muchos autores, entre ellos Zaragoza (2003)[1] que en palabras textuales manifiesta, Hay que hacer notar la absoluta preponderancia, en la praxis evaluativa que se lleva a cabo en nuestros centros docentes, de las pruebas de papel y lápiz, entendidas como aquellas en las que el alumno tiene que contestar por escrito las cuestiones que señala el profesor.
Nada que objetar a la existencia de exámenes, pero, por un lado, la normativa vigente exacerba su uso hasta límites poco justificables, a imitación de los paradigmas educativos anglosajones de orientación neoliberal, y por otro, la mayoría de exámenes, sean reválidas para todo el territorio, o los diseñados por cada profesor en su materia (quincenales, mensuales, trimestrales o finales) tienen, por lo general, un formato único para todo tipo de alumnos, que finalmente determina una notación, cada vez más numérica y menos cualitativa, de la que se da cuenta al alumno, a su familia o a ambos.

Esta fórmula difícilmente permite conocer los progresos reales de cada uno los alumnos y divide al grupo en dos partes antagónicas, el de los que obtienen buenos resultados y el de los malos. En los primeros se produce un refuerzo positivo que motiva a continuar trabajando y aprendiendo; en los segundos produce frustración y desánimo. Aún más si la comunicación del resultado se produce de manera mecánica,  impersonal, colectiva y sin matices. En este punto es preciso hacer la advertencia que cada vez hay más profesores concienciados que además de exámenes mantiene registros particularizados y cualitativos de sus alumnos y muestra sensibilidad a la hora de comunicar resultados.
Abundando en lo anterior, como denuncia Santos Guerra (1988)[2], reducir a números (evaluación cuantitativa) realidades complejas, como los procesos educativos, es una manera de dar apariencia de rigor, de manera imprecisa, a un fenómeno que contiene numerosas variables cualitativas y, por lo tanto, no puede reflejar suficientemente esa realidad, aunque sí vale para que el profesor se sienta más seguro  y las familias tranquilas (cuando los números son buenos).
Por lo dicho pensamos que los procedimientos, tanto la enseñanza- aprendizaje como su evaluación, en la sociedad actual, necesitan en la práctica tomar  otros derroteros. El aprendizaje significativo (Coll, 1988)[3], la funcionalidad y la zona de desarrollo próximo (Vigotsky, 1973)[4] de los estudiantes cobran especial interés
Sin intención de exponer aquí un nuevo tratado sobre evaluación, sí apuntar que la denominada “evaluación continua”, “personalizada”, de carácter “formativo”, más atenta al proceso que al producto final, que permite y tiene por objeto tomar decisiones sobre el desarrollo de la enseñanza-aprendizaje, antes de sancionar la consecución o no de los objetivos planificados, modelo por el que apostaba la LOGSE, deben ser los focos sobre los que poner nuestra atención. Como referentes en este sentido podemos citar algunos autores que pueden ser consultados, entre otros, Ausubel, Novak y Hanesian (1983)[5], Stenhouse (1984)[6] y Pérez y García (1989)[7].
Este es el paradigma preferido por la mayoría de los más estudiosos del ámbito educativo, que a su vez advierten sobre la dificultad del cambio hacia los nuevos procedimientos evaluadores, entre las que encontramos, las propias instrucciones normativas (a veces contradictorias con los objetivos pretendidos o poco claras), las exigencias familiares y sociales y, también claro, en alguna medida, la disposición contraria de una parte del profesorado.
En España el tópico de la “evaluación” estuvo muy en boga y hubo muchas publicaciones de artículos y libros en los años en que se aprobó la LOGSE y posteriores, aunque actualmente también se sigue publicando sobre el tema, a mi juicio, en menor medida. Veamos un par de investigaciones referidas a las actitudes del profesorado en torno a la evaluación.
El profesor de la Universidad de Salamanca, Tejedor (2002)[8], realizó un estudio en el que participaron 1106 profesores de Infantil, Primaria y Secundaria de la Comunidad Autónoma de Castilla y León, para conocer su opinión respecto a la evaluación del alumnado. Las conclusiones fueron: a) Los profesores tenían mayoritariamente actitudes y opiniones sobre la evaluación que podían considerarse positivas y coincidentes con las propuestas evaluativas oficiales; b) Las estrategias evaluativas utilizadas por los profesores estaban condicionadas por su experiencia profesional, resultando evidente que sus actitudes o creencias previas ante la Reforma (LOGSE) estaban condicionando tanto sus opiniones sobre la evaluación como sus conductas reales respecto a las prácticas evaluativas, constatándose que los profesores con actitudes más favorables a la Reforma (55 %) respondieron en mayor medida a las propuestas oficiales, mientras que los de actitudes más desfavorables (43 %) se pronunciaron por el modelo previo a la nueva ley. Otra investigación desarrollada por Zaragoza (2003) en su tesis doctoral llevada a cabo en Cataluña con la participación de 384 profesores de ESO, pone de manifiesto que las características personales del profesorado (ideológicas, actitudinales, profesionales, intencionales, etc.) tienen influencia en la evaluación del alumnado. Concretamente concluye que existe: a) Un bajo grado de aceptación de la evaluación formativa (justificada en razón de que, a juicio del profesorado, el alumnado le da más importancia a los exámenes que a otro tipo de procedimientos); b) Una resistencia a la coordinación con otros profesores a la hora de diseñar los procesos evaluativos y c) El grupo de profesores que manifiesta intuitivamente que sus alumnos tienen un bajo nivel, es el que mantiene actitudes más desfavorables hacia la evaluación formativa.
Aunque estos dos trabajos son un poco antiguos, sirvan como ejemplo para constatar, por un lado, que el simple hecho del cambio de normativa en la evaluación no modifica el esquema mental previo del profesorado y, por consiguiente, su influjo, el de esos esquemas, en la tarea de evaluación se da por descontado, y por otro, aparece aquí la relación entre el efecto halo referido a las posibilidades de los estudiantes y el rechazo a la evaluación formativa (por el esfuerzo y dificultades que conlleva) de la que hablamos en párrafos anteriores.
En definitiva, hemos querido mostrar muy sucintamente que lo que valía para la relación entre actitudes del profesorado y el proceso de enseñanza-aprendizaje, vale también para la evaluación, pues son conceptos inseparables.
En el próximo artículo hablaremos de la influencia de la relación profesor/alumno en el rendimiento.




[1] Zaragoza Raduá, J. M. (2003). Actitudes del Profesorado de Educación Secundaria Obligatoria hacia la Evaluación de los Aprendizajes de los Alumnos. Tesis Doctoral. Universitat Autònoma de Barcelona, 2003.
[2] Santos, M. (1988). Patología general de la evaluación educativa. Infancia y Aprendizaje, 1988, n. 41, pp. 143-158.
[3] Coll, C. (1988). Significado y sentido en el aprendizaje escolar. Reflexiones en torno al concepto de aprendizaje significativo. Infancia y Aprendizaje, 1988, n. 41, pp. 131-142.
[4] Vigotsky, L. S. (1973). Aprendizaje y desarrollo intelectual en la edad escolar. En Vigotsky, Leontiev y otros: Psicología y Pedagogía. Editorial Akal, Madrid.
[5] Ausubel, D. P., Novak, J. D. y Hanesian, H. (1983). Psicología Educativa. Editorial Trillas, México.
[6] Stenhouse, L. (1984). Investigación y desarrollo del currículum. Ediciones Morata, Madrid.
[7] Pérez, R. y García, J. M. (1989). Diagnóstico, evaluación y toma de decisiones. Ediciones Rialp, Madrid.
[8] Tejedor, F. J. (2002). Actitudes y conductas habituales de los profesores de enseñanza obligatoria en relación con la evaluación de los alumnos. Revista de Educación, núm. 328 (2002), pp. 325-354.  

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